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Como el barrio, nada

Aunque nos gustaba ir a otros sitios, conocer otros lugares, en el fondo como en el barrio, como en nuestro viejo barrio de la Concepción no estábamos tan a gusto en ningún lado. Allí estaba, en sus calles, esquinas, en la plazoleta, nuestra infancia y nuestra juventud temprana (que ahora estábamos disfrutando de lo lindo). Los baretos que conocíamos (Par-Dos, el Yantar, el Campanario, el bar Zurich, Los Rafaeles, la Chuletera) y donde nos conocían. Allí estaba el parque y los cines (El Canciller, el Concepción), las tiendas de siempre y los amigos de toda la vida. Alli empezamos a tocar, primero en la terraza de Salva para llamar la atención de las chicas de la plazoleta, luego con el coro de la parroquia, más tarde en el sótano de nuestro primer colegio, donde ensayábamos, y allí nos habíamos vestido de largo tocando en las fiestas. Era todo un mundo y era, sobre todo, nuestro mundo.


Por eso, aunque ahora estuviéramos ocupados, trabajando o estudiando y pasáramos buena parte del día fuera, cuando caía la noche siempre volvíamos al barrio (y también porque vivíamos allí y no íbamos a ir a domir a otro sitio) con tiempo de reunirnos, de quedar un rato para charlar y dar un voltio (¡la de voltios que habremos dado!). Y si no daba tiempo, quedábamos despues de cenar para salir un rato, ya hiciera frio o calor o aunque lloviera, en cuyo caso nos metíamos en el portal de alguno o nos refugiábamos en los soportales de la plazoleta, en frente del Yantar. Y aunque teníamos amigos de otros sitios, como el Bola o Juan Carlos, que eran del Parque de las Avenidas, Juan o Moisés que vivían aún más lejos, raramente íbamos a sus barrios, sino que ellos venían al nuestro y allí nos juntábamos todos, que el barrio era mucho barrio.

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