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Un verano entre huertos... (La ida, una boda y un sepelio)

Al fín llegó el tan esperado día de ir a pasar nuestras vacaciones en el campiri, bueno no exactamente, pero si en un sitio que se le parecía mucho o al menos algo. Rulo ya se había pirado unos días atras, así que ya estaba allí con Salva, y yo me dispuse a marchar para lo cual me encaminé a la Estación Sur de Autobuses para coger uno con destino a Valencia. Salía por la mañana y llegaba por la tarde, como si me fuera a Katmandu, al Beluchistaán o a la mismísima Patagonia. Allí fue a despedirme Guillermo que me había traido un loro (ver vocabulario básico 2) para que tuviéramos algo de música que por lo visto en nuestro destino no se estilaban o eran muy difíciles de conseguir y,  de paso, unas provisiones para alegrar el espíritu. Nos dimos un abrazo y subí al trasto (no hay otra forma de llamarlo) aquel. El trasto aquel, por supuesto, no tenía aire acondicionado ni nada que se le pareciera así que, como iba de bote en bote, pronto empezó a hacer un calor de mil (o dos mil) demonios. Resignación, lo más que se podía hacer era abrir la ventanilla si tenías la suerte de que la que te pillaba más cerca no estaba atascada.

Cuando ya llevábamos un buen trecho del viaje (que parecía que no se iba a acabar nunca) me puse el loro bajito, por aquello de no molestar, con ánimo de distraerme un poco. Algo después, alguien, que iba detrás y que al parecer se había animado en ese instante, puso el suyo a toda pastilla con las típicas horteradas del momento. ¡Ah, no!, ¡hasta ahí podríamos llegar!, puse en el mio (bueno, en el que nos había prestado Guillermo) la cinta de la versión peliculera de Tommy y le dí al volumen a toda mecha. Y así hasta que se acabó la cinta. Luego paramos en un páramo con un bareto de lo más cutre para tomar un bocata y echar una meada (ambos optativo, no es que te obligaran) pero la mayoría de la peña andaba ya necesitada. Aproveché además para, en un aparte, endiñarle un poco a las provisiones que alegraban el espítritu. Vuelta al trasto y vuelta al viaje. Un calor de cojones (¡huy!, perdón que se me ha escapado). Tragito a la camtimplora que aún estaba fresquita. Más música en el loro (ahora más bajito). Todo muy dabuti y muy jipi.

Seiscientos años despues (o al menos eso es lo que me pareció a mi) llegamos a Valencia. En la estación de autobuses me esperaban Salva y Rulo. Abrazos y para celebrarlo le endiñamos un poco a las provisiones que alegran el espíritu. Salimos. Un calor de cojones (esta vez no se me ha escapado, es que no hay otra manera de describirlo), empezamos a andar y de repente ¡zas! nos encontramos en medio de la comitiva de una boda que salía de una iglesia. Había que vernos con la pinta que llevábamos en medio de aquel emperifolle. Risas. Deambulamos un poco por el puerto, por aquello de ver el mar, y luego pillamos un autobus para Picassent. Otro trasto de esos, solo que esta vez el viaje era más corto. Llegamos, vamos a casa de Salva y allí nos está esperando en padre (de Salva) y va y nos dice que tenemos que ir todos a un entierro, que se ha muerto fulanito y es costumbre. Miradas incrédulas y al final, allí que estábamos los tres (que no se nos había perdido nada en el sepelio ese, oyes, que ni siquiera conocíamos al tipo ni éramos del pueblo ni na) desfilando entre la muchedumbre apesadumbrada. Y nos dio la risa, que cosas.

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