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De Kabul a Tokio (sin movernos de Madrid)

Ya te digo. No es que estuviéramos todo el tiempo viajando de aquí para allá como unos locos, más bien al contrario, apenas nos movíamos del barrio y de Madrid, no por falta de inquietud viajera, que querer ver sitios nuevos claro que los queríamos ver, sino sobre todo por falta de pelas, que andábamos siempre semiarruinados y con más telarañas en los bolsillos que el desván de una casa de época victoriana. Así que de viajar porquito, que en eso estábamos acordes con el resto del país que tampoco es que se moviera mucho, salvo algunos jipis que conocíamos que se habían ido a Amsterdam (luego iría nuestro amigo Guillermo) o a Londres o a Ibiza, que caía mucho más cerca, y se estaba convirtiendo en el refugio de todo el jiperio. Nuestro amigo Antonio llegó hasta el Nepal, con tal de no hacer la mili, pero se salía de las estadísticas al uso.

¿Entonces?. Bueno Kabul era el nombre que tenía el perro de nuestra amiga Ana, de la cual yo había estado platónicamente enamorado de chaval, y se lo había puesto en honor a la capital del sitio de donde procedía unos de los mejores "humos azules" del mundo, que era una pasada tu, antes de que el país se fuera al carajo con la invasión rusa, los talibanes y todo el mogollón que vino después y aún continúa. Era un perro, bueno más bien un chucho (y lo digo con todo el cariño que yo le tenía) pequeño de color negro y muy simpático que siempre andaba con ella y con el que jugueteábamos y que de alguna manera representaba lo jipis y hasta lo bohemios que éramos, que éramos un puñao de jipis y bohemios como ya he explicado en otras ocasiones.

Tokio era al nombre de una cafetería que había en la calle de Felipe II, justo detrás y enfrente del El Corte Inglés de Goya (que "detrás" y "enfrente" no tienen porque ser contradictorios, que noto depende de como quiera uno explicar la cosa) que a Junajo le gustaba otro puñao y a la que solíamos ir de vez en cuando, sobre todo cuando él nos invitaba, dado el ruinoso estado de nuestro pecunio (que no se muy bien que es, pero creo que tiene que ver con las pelas). Era un sitio muy chic y glamuroso, aunque entonces no se decía así, que daban unos gintonic y unos sadwiches cojonudos (y, por supuesto, de gorra, que los pagaba todos Juanjo, que deberían haberle concedido el título honorífico de ONG andante, pero es que entonces las ONGs no estaban tan al uso y a la moda como ahora mesmo). Solíamos sentarnos en las mesas que había en la parte de arriba, cerca de la entrada, y a veces bajábamos a un salón muy grande que había en el piso de abajo, y se puede decir que los únicos greñudos de todo el local éramos nosotros.

Así que de Kabul, el chucho psicodélico y enrollao, a Tokio, la cafetería de gente guapa, que tampoco es que la frecuentara la jet esa, pero a nosostros todo lo que no fueran greñas y un cierto desaliño (solo un cierto, ¿eh?, que ducharnos nos duchábamos a menudo, pero había que mantener el tipo) nos parecía gente guapa y hasta pijos, que también había en nuestro barrio como ya os he contado alguna vez. Y no os creais que íbamos solo a pimplar y jalar, que también éramos un mogollón metafísicos, o por lo menos lo intentábamos, oyes, y recuerdo por ejemplo una noche hablando con Juanjo y Lourdes sobre la Nada y el Todo, como si tal cosa, aunque los gintonics le ponían su puntito.

Bueno, pues eso, de Kabul a Tokio sin movernos de Madrid, los dos polos antagónicos pero complementarios de nuestro particular imaginario geográfico y los dos polos, en fín, de nuestra juvenil existencia, En medio un montón de cosas para rellenarla, la música, el grupo, los amigos, los colegas, la baska, las chicas (todos, menos yo, ya se entiende), el barrio, los baretos, las cañas, los libros, el curro, la universidad, los grises... y unas ganas tremendas de tirar pa lante.

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