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Salieron los "grises" (pero se quedaron afuera)

Aquel otoño me matriculé en la Universidad de segundo de primero de Filosofía y Letras (ya he explicado que es donde había más tías y más melenudos, lo que para mi fue un argumento decisivo). O sea que repetía curso, pues me habían cascado tres suspensos gloriosos en griego (y eso que yo era de bachiller de letras), Historia del Arte y Lengua, por la sencilla razón de que me había tomado el curso bastante a cachondeo y me había fumado, literalmente, no pocas clases, sino muchas. Afortunadamente mi amigo Domingo repetía comigo y así no me sentía muy solo. Podía haber pasado de curso con tres asignaturas pendientes, pero no las tenía todas conmigo.

Cuando llegué a la Facultad el primer día de clase de ese curso, 1972-73, algo me llamó mucho la atención. Los "grises" que estaban en la puerta y nos pedían el carnet de estudiantes para dejarnos pasar, se habían ido. La verdad es que no se habían ido muy lejos, pero ya no estaban allí. Ni dentro, como antes, que tenían incluso un pequeño cuerpo de guardia según se entraba a la derecha en el edificio de Filosofía A, que es donde yo venía a mis clases. ¡Hombre, aquello ya no era los mismo!. Ahora, ¿como íbamos a llevar a cabo la acertada propuesta de Domingo de poner estudiantes en las puertas de las comisarias cuando cambiara la tortilla que les pidieran el carnet para dejarlos entrar?.

Pero como digo, tampoco se habían ido tan lejos. Se quedaron fuera de las Facultades, en el campus, bien visibles en sus jeeps y sus caballos y cuando había algún cachondeo que nos les molaba, ¡zas!, se liaban a palos como de costumbre, que era algo ya arraigado en ellos lo de deslomar a los pobres estudiantes, que éramos, como era sabido, unos rojos del copón y mogollón peligrosos. Así que, de vez en cuando, cuando la cosa se ponia fea, tocaba carrerita con los grises de perseguidores, aunque los que nos perseguían de verdad eran los antidisturbios, que eran mucho más bestias, y no habían echado, todavía, la barriga que distinguía a sus compañeros de armas.

Más de una vez tuvimos que ir jalando hasta Moncloa perseguidos por los susodichos antidisturbios con el único fín de que no nos tentaran losn huesos con sus porras y pasar una noche en los calabozos de la D.G.S., donde era noticia que las palizas también se prodigaban. Una vez en Moncloa, nos dispersábamos por las calles o nos metíamos en algún bareto, disimulando y poniendo cara de no haber roto un plato en la vida, como si la pinta no nos delatara como estudiantes, esto es, como unos rojazos muy, pero que muy peligrosos.

En una ocasión, Domingo, Jesús María, otro chaval y mi menda nos metimos en el primer bareto que vimos y, un tanto exhaustos, pedimos unas cañitas de cerveza como si tal cosa. Fuera se oía el fragor de la contienda (oyes, ¡que bien me ha quedado eso!). El dueño del bar, por precaución, cerró la puerta y puso el cartel de chapado, aunque dentro del local había gente. De repente a los pocos minutos, empezaron unos "grises" a aporrearla. Así que el hombre, con cara compungida, no tuvo más remedio que abrirla. Entraron y un cabo, entradito en años, que se ve que el hombre no tenía muchas luces para subir en el escalafón, empezó a gritar de malos modos que nos identificáramos. Y eso hicimos, bastante acojonados, la verdad, menos un señor mayor que al fondo de la barra siguió tomando su cerveza tranquilamente.

Ante tamaña desfachatez el furibundo cabo, se dirigió a él dando voces y le agarró por un brazo para que se volviera. Joder que si se volvió, y al tiempo que le pegaba un empujón que casi lo derriba, le puso un carnet ante las narices, ante lo cual el cabo, más pálido que un cadaver y medio balbuceando, solo acertó a decir algo así como: "...sus ordes mi, mi coronel. Ud. dis, disculpe, no sabía...". No pudo terminar. Le echó una bronca de órdago sobre que maneras eran esas de entrar en un establecimiento público avasallando a la gente, y acto seguido le pidió nombre y número. El cabo se los dió temblando y se fue con sus secuaces por donde habían venido. Hubo una explosión de aplausos, y también nos fuimos. Nos había salvado el pellejo. En fín, que me apetecía hoy contar alguna batallita.

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