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Mogollón de giris

Como todos los veranos desde hacía uno cuantos, este país (bueno, sobre todo sus playas) se llenaba de mogollón de giris. Girufos, giris, esa gente que venía de fuera en plan turista y que nos mostraban, con su comportamiento (y con su sola presencia), que el mundo no se acababa en España. La verdad es que nos caían bién, en general, los giris, aunque había de todo. Personalmente no habíamos conocido muchos. Christine, mi viejo amor platónico del barrio, era un chica francesa simpática y educada igual que su hermana. La novieta americana de Cesar, por ejemplo, era un chica bien maja y muy simpática. Las amigas portuguesas de Mamen, que un día nos invitaron a una comida psicodélica (habrá que contarlo otro día) eran unas chicas estupendas. Guido, el "playboy" (que es lo que nos parecía a nosotros) belga que anduvo un tiempo por el barrio nos parecía un idiota (por lo menos a los tíos, que las chicas se derretían por sus melenitas rubias y su descapotable). Y el frances que nos tangó con la pintura del piso que le había alquilado el padre de Juan Carlos, un cretino y un indeseable. Pero era algo puntual. Casos aislados. En general los giris nos caían bien.


Por supuesto, conocíamos los topicazos que circulaban sobre los giris, sobre todo sobre las giris, pero nos traían bastante al fresco. En un país de tópicos como era éste ya estábamos bastante vacunados de exageraciones y mentiras. No éramos como aquellos patriotas del tres al cuatro para quienes los giris eran una panda de degenerados y envidiosos de nuestro maravilloso país (vamos que si pudieran se venían todos a quedarse, lo que pasa es que nos les dejábamos), ni como los macarras de playa (o piscina) que solo querían tangarlos (a ellos) y tirárselas (a ellas). A pesar de nuestras raíces rockeras y de vivir en un barrio periférico (por aquel entonces) no éramos muy macarras, sino algo jipiosos (tampoco se puede decir que fuéramos unos pícaros a pesar de la larga tradición del país) y los giris nos caían bien. No nos parecían tontos, ni simples, sino que más bien nos daban envidia. Y nos jodía sobremanera ver a los avispados que, en los días de corrrida, se apostaban junto a la plaza de toros de Las Ventas (que estaba muy cerquita del barrio) a ver a cuantos giris podían estafar hoy.

Así que un día que un par de chicas inglesas vinieron a casa de un vecino (que bajó como un rayo a mi casa a pedirme el tocata, a ver si podíamos improvisar un guateque y todo eso) lo pasamos muy bien hablando con ellas, y eso que no sabían ni papa de nuestra lengua y yo, con mi rudimentario inglés, hacía las veces de traductor (incluso estuve hablando con una de ellas un rato en la terraza y me dijo que no lo hacía tan mal, ¡que maja!). Luego las acompañamos a su casa, por Arturo Soria, en el coche de Juanjo o en el de su hermano Manolo (que ya no me acuerdo) o a lo mejor íbamos en el coche de Juanjo y venía su hermano Manolo (los dos habían estado en el frustrado guateque) y aquí paz y después gloria. Vamos que nadie metió la pata ni se pasó lo más mínimo, que éramos una panda de rockeros progresivos, pero algo de educación teníamos, oyes, y no era cuestión de ponerse a babear por muy guapas y simpáticas (una más que la otra que era un poco muermo, o que se estaba aburriendo un puñao la pobre) que fueran. ¡Que no eran ganado!. Y además nos caían bien los giris.

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