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Una expedición arriesgada (y II)

Después de la noche que habíamos pasado en el monte pelado (que allí le decían La Peñota), volvimos al pueblo de Emeterio. Allí su primo se ofreció para llevar nuestra tienda y el resto de la inpedimenta en su motocicleta al río, que parece que había una chopera (que ya se sabe que a los chopos les molan los ríos y aprovechan para crecer cerca) y se estaba muy fresquito. Nosotros iríamos mientras tanto en el tranvía de San Fernando (mitad a pie y mitad andando). Así que una hora larga (o dos) después allí que estábamos montando de nuevo la tienda, esta vez a la luz del día, en la chopera del río del pueblo de Emeterio. Comimos y nos tumbamos un rato a oir musikeli en el casete, por aquello de no hacer demasiado ejercicio después de las caminatas precedentes. Y allí estábamos, tan agusto, cuando de pronto ¡zas! llegó una tormenta (más bien un tormentón) de verano.


Se puso a llover que caía una manta de agua, así que nos metimos en la tienda, y al poco rato empezaron los truenos, los relampagos y los rayos. De repente nos percatamos que la estructura de la tienda era metálica y nos dio la paranoya de a ver si nos iba a caer un rayo encima (lo que no nos hacía ninguna gracia). Así que tras un rato de deliberaciones y cada vez más acojonados ante la intensidad que iba tomando la cosa decidimos salir de allí a escape. ¿Que hacer?, ¿a donde ir?. Nos pusimos a vagar por el campo en medio de la tormenta, que ya se sabe que es lo más seguro que se puede hacer, sobre todo cuando no hay ningún árbol cerca, que es muy dificil que te caiga a tí el rayo. Llovía a mares y estábamos empapados. Para colomo la tierra se había vuelto fango y costaba un güevo dar un paso.

En esto, Emeterio vio una casa a lo lejos y allí que nos dirijimos para refugiarnos. Estaba abandonada y cerrada a cal y canto con un pedazo de candado en la puerta que Emeterio se empañaba en romper a golpes con una piedra, como si le fuera la vida en ello. Cuando finalmente le disuadimos, que aquello no tenía pinta de ir a romperse ni pa tras, decidimos volver al pueblo andando. En el camino dejó de llover pero ya íbamos calados hasta los huesos y con cuatro o cinco kilos de barro en cada pierna que nos llegaba casi hasta las rodillas. Cuando por fín llegamos de esta guisa, fuimos el objeto de burla y escarnio de los del pueblo, a los que les daba mucha risa ver como unos chicos de la ciudad habían bregado tan valientemente con una tormentea en medio del campo. En fin, nos hicimos los locos, que ya teníamos bastante. A la mañana siguiente Emeterio y su primo se fueron en la moto en busca de la tienda y el resto del equipo y así acabó aquella aventura estival, sin pena ni gloria, o si se prefiere con más pena que gloria.

P.D. La chopera de la foto no es la misma, pero da el pego.


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