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Con el agua al cuello

No sabía nadar, lo cierto es que no sabía nadar y tampoco había tenido muchas oportunidades de aprender. Viviendo en un poblachón manchego convertido en ciudad, que es lo que se decía que era Madrid, la playa (qualquier playa) quedaba bastante lejos. Aunque estaba la piscina del Parque Sindical (tan abarrotada de peña que apenas se sabía que era una piscina) y también algunas pocas municipales, mi cultura del agua (que no fuera para lavarme) era bastante escasa. De crío, además, había tenido una experiencia muy chunga en la piscina de mis primos (que vivían en una urbanización muy dabuti con piscina y todo) cuando un chaval gordo como un planeta tropezó conmigo y me tiro al agua. Tragé una poca y desde entonces le tomé tirria.

Pero, a pesar de mi trauma infantil, me había decidido a aprender a nadar, o por lo menos a flotar en el agua. ¿La razón?. Me había hecho mayorcito y comenzaba a salir con los colegas de vacaciones de verano unos cuantos días y como sabía que en algunos sitios podría encontrarme con un río o una piscinita no quería quedarme sin el chapuzón. Así que hice de tripas corazón y decidí (a pesar del pavor que me daba) aprender a nadar (o a flotar en el agua, por lo menos). Me matriculé en un cursillo que daban en una piscina que había en Arturo Soria y, ¡ale!, allí que me presenté tan pancho (bueno, la verdad es que iba bastante acojonado) con mi bañador recién estrenado. El monitor me hizo un par de preguntas y luego, sin mediar más palabras y sin previo aviso me tiró dentro de un empujón (y por la parte profunda). ¡Muy fino el tío!, se conoce que quería ver como reaccionaba. Pues reacioné tragando agua y lléndome para el fondo como una piedra ante mi desesperación. ¡Menos mal que se tiró para sacarme!. Ya fuera me dijo que lo había hecho para quitarme el miedo. ¡Genial!, y si hubiera tenido miedo al fuego ¿me habría tirado al interior de un volcán?. Me pareció que era muy capaz, en aquel momento.



Por supuesto, me largué de allí como si me persugieran todos los demonios del infierno del que me habían hablado lo curas y sin terminar la clase, no sea que el tipo aquel le hubiera cogido gusto al método y quisiera repetir a ver que tal salía la segunda vez. Así que decidí apuntarme al Canoe, un club de natación muy bueno pero muy pijo que estaba por el Barrio de La Estrella (o sea, M 30 pa lante). La verdad es que me daba un poco de cosa, yo, todo un rockero progresivo de barrio periférico en aquel nido de pijos, pero ¡que le íbamos a hacer!, quería aprender a nadar (y sobre todo sin perecer en el intento). Allí me acogió un monitor muy joven (yo diría que era casi de mi edad) y que tambien llevaba melena (lo que me tranquilizó bastante) y que muy pronto se dió cuenta de que tenía más miedo que verguenza y me llevó directamente a la piscina infantil (donde era dificil ahogarse ya que no cubría más allá de las rodillas por ninguna parte). Por supuesto, este pequeño detalle no lo mencioné jamás a los colegas y conocidos. Con mucha paciencia decidió que era mejor enseñarme primero a nadar de espaldas, porque se flota mejor y no se ve el agua (sino el techo de la piscina), con lo que el acojone disminuye un poco. Y allí estaba yo, con el agua al cuello intentando nadar de espaldas, lo que finalmente conseguí al cabo de unos quince días de clase (a una media de tres por semana).

¡Sabía nadar!, ¡ya sabía nadar!, aunque fuera solo de espaldas y con un estilo horroroso. Me sentí bastante feliz.

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