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De ¡como mola el campiri!...

Es curioso, desde que nos volvimos jipis nos entró una gran afición por el campiri. No, no es ninguna marca de licor, el campiri, hombre, el campo, la naturaleza esa, las flores y los bichos y todo lo demás, que la ciudad es un muermo, oyes, y eso que somos de barrio. ¡Como mola el campiri!, tronco, ¿que no?, ya te digo, pues eso. Que cada vez que podíamos, que tampoco eran muchas nos pirábamos para el campiri, a ver los árboles y las plantas y el paisaje, ¡que es una pasada!.

¿Que si era una preocupación ecológica?, Eco... ¿que?, ¿Mande?. Por aquellos tiempos el palabro ese aún no circulaba por nuestros pagos. Que nos molaba lo natural y nos jodía lo mecánico y lo artificial, bueno, menos las guitarras eléctricas y los amplis, que para eso éramos un grupo de rock psicodélico, progresivo y experimental, que tampoco éramos el trio Los Panchos, que lo nuestro venía del underground ese, que sin la electricidad sonaba muy mal y no había manera de meter bulla. Vamos, que no sonaba. Y además, que nos había costado un güevo tener nuestro equipo to electrónico, para ahora tocar la flauta y el caramillo. Pues, no.

La verdad es que lo de ser jipis y pirarse al campiri cada vez que se pudiese formaba parte del mismo estilo de vida. ¡Maneras de vivir!, que dirían algunos luego, pero que a nosotros ya se nos había ocurrido antes, que eramos y fuimos unos anticipaos y unos icomprendidos. Lo cierto es que no siempre podíamos pirarnos al campiri. Algunas veces si. El Emeterio, un colega de la Baska, tenía un seiscientos descapotable color naranja que era un flipe, ¡no íbamos a ir en burro, hombre!, y el Quique tuvo un tiempo una especie de mini ranchera que cabíamos tropecientos, y Juanto también tenía buga, y luego Juan, así que, de vez en cuando, nos íbamos al "castillo" de Torrelodones, donde mira tu por donde he terminado yo viviendo muy cerca (a veces de noche, a flipar con las estrellas y toda lo movida sideral) y otras veces nos íbamos por el Henares (que es un rtío, para el que no lo sepa) y Guadalajara y hasta Hita (donde el arcipreste) en una ocasión, y siempre nos llevábamos la musiqueli a cuestas con algún casete, que tampoco ese ingenio estaba reñido con nuestro amor por lo natural y la floresta.

A veces teníamos más suerte y podíamos pirarnos a la casa que tenía la medre de Rulo en un pueblo de la Sierra de Gredos, aunque era muy peligroso, en serio, porque los del lugar, o sea los lugareños, que eran un tanto hoscos, además de un tanto toscos y mal encaraos, se liaban a pedradas con nosotros en cuanto nos bajabamos del autobús con las greñas que llevabamos al grito de ¡maricones!. Que éramos unos incomprendidos, sobre todo en la España rural (y casposa) esa.

Y cuando no podíamos ir al campiri, pues al parque, que en el barrio tenáimos dos muy cerca, o al Retiro o a la Casa de Campo, que en eso, la verdad, Madrid molaba. Pero molaba más el campiri. Que éramos de buen conformar y no hacía falta que hubiese un bosque de abedules, ni lagos, ni montañas, que tampoco vivíamos en Suiza, y con los pinares de La Elipa bastaba muchas veces.

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