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Vivir peligrosamente al límite

Nuestro particular paraíso psicodélico no evitaba que viviéramos peligrosamente al límite. En eso eramos iguales que el resto de los rockeros del mundo. Viviendo al límite y peligrosamente. Solo había una sutil diferencia con ellos (el resto de los rockeros del mundo), no era nuestro estilo de vida el que nos empujaba a vivir peligrosamente al límite, no. ¡Era el sitio donde vivíamos!.

Peligrosamente al límite... de ser empujado a las vías del metro por una turba desenfrenada cada mañana cuando ibas al curro o a la universidad, como si aquel fuera el último tren del mundo. Peligrosamente al límite... de ser literalmente aplastado contra la pared del vagón por la misma turba que, al parecer, tenía un extraño concepto de la capacidad elástica de los cuerpos y del espacio que estos suelen ocupar. Y si eras chica de que un sobón asqueroso te metiera mano, y tu calladita ¡guarra!, que si decías algo encima te podían sacar los colores (de ahí la costumbre de formar una guardia de corps alrededor de nuestras amigas, algo que acabábamos haciendo de forma inconsciente). Peligrosamente al límite... de la arcada que podían provocarte las emanaciones de ciertas glándulas corporales de algunos de los sujetos que integraban la susodicha turba y que al parecer no eran muy aficionados a la ducha (hasta el punto de tener que bajarte mareado en la siguiente parada a respirar).

Peligrosamente al límite de... recibir una paliza de órdago de manos de los de la pandilla de San Pascual (hasta que conocimos a Cesar, que entonces se acabó, el vivía allí y no había güevos de toserle) o de Quintana, que además venían a pegarse a nuestro barrio (los muy gilipollas, que se peguen en el suyo, oyes) y si te pillaban, por ejemplo en los coches de choque de la feria de verano, como una vez a Quique y a mi, empezaban a provocarte hasta que saltabas y ¡palizón garantizado!. Quique, que se había hecho daño en la rodilla, ya iba a darse de hostias, mientras que yo era más partidario de una retirada estratégica: salir de najas, pero no iba a dejarle allí sólo, que uno tiene su pundonor. Aquella vez nos salvaron los de Bami, medio colegas (los que nos habían levantado las chicas años antes y tenían mala conciencia, digo yo) que aparecieron con sus motos y los otros se acabaron largando.

Peligrosamente al límite... de morir descalabrado a manos de una panda de garrulos (hoy, con lo del lenguaje políticamente correcto serían "rústicos habitantes del agro") que te perseguían en cuanto ponías un pie fuera del autobús al grito gutural y estertóreo de: ¡Maricooooones!. Joder, no te ibas a quedar a vivir en su pueblo de mierda (perdón, quería decir en su agreste villa periféricamente alejada del impacto urbano), pero había que bajar a mear (aquí, si que no, se dice mear y punto) de vez en cuando.

Peligrosamente al límite... de pillarte un infección venérea y que se te cayeran las pelotas (perdón, testículos) no por hacer el amor de forma promiscua e indiscriminada (o sea, con todo bicho viviente), no, que va, sino por algo tan inocente como ir a echar una meada (sí, meada) en el tigre de cualquier bareto sin tomar las debidas precauciones, no tocar nada con la mano salvo la... (¿se dice minga? - no es sexista, es que el que escribe es varón, bueno por lo menos lo era cuando comenzó a escribir) y después del desahogo, lo mismo. Ni se te ocurra abrir el destartalado grifo del mugriento lavabo desde cuyo borde te saludaban las bacterias, del tamaño de cangrejos, cariñosamente. Las chicas lo tenían aún más crudo, burejos en la puerta incluidos, y eso cuando la puerta cerraba.

Peligrosamente al límite... de que te diera un soponcio cuando estabas una noche en el portal de Salva, charlando tan ricamente, y de pronto, coche blanco que se aproxima a toda hostia, frenazo con derrrape incluido y los guripas que salen y te apuntan con sus metralletas al grito de: ¡Identificación cabrones!, que por lo visto debía ser muy subvesivo que cuatro o cinco chavales de pelo largo, eso si, charlaran un rato en el portal de su amigo antes de darse las buenas noches y despedirse hasta el próximo día (si llegaba).

Escena que se repitió al menos otras dos veces más, con la diferencia de que vez de metralletas entonces fueron pistolas, inspector de policía de maneras chulescas repetido, en la plazoleta donde a veces nos juntábamos a echar un truja y en donde habíamos jugado desde niños (¡Peligrosos jipis de pelos largos!. Seguro que además de maricones son rojos).

Peligrosamente al límite de... ¡mandarlo todo al carajo y pirarse!. Pirarse lejos, a Holanda, de donde nos llegaban ecos de una libertad que de desconocida nos parecía un sueño. A Londres, más cercano por los Beatles y el primo de Rulo. Pirarse donde sea, pero pirarse.

Estábamos atrapados. No, no nos piramos, aunque algunos, como Guillermo, el hermano mayor del Pato si visitó Amsterdam y volvió flipando, o Antonio, el "Ruso", que se tiró un año largo en Londres porque no le daba la gana ir a la mili (¡mira!, tú, ¡uno de los primeros insumisos!). Así es que seguimos viviendo como antes. ¿Acaso no era eso vivir peligrosamente?.

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